Por Lenin Luis Ponce
Apenas llegamos a la feria, nos dijeron que guardáramos nuestras cosas de nuevo en la maleta, que ya nadie leía. O, al menos, así debería comenzar un texto distópico sobre cuánto se lee en Ecuador, un país aparentemente sin lectores. A la hora de la verdad, la Feria Internacional de Cuenca 2024 nos demostró, tanto a libreros como editores, lo contrario. Asistíamos con las expectativas suficientes para vender unos cuantos libros. Estaba todo listo: la caja de los best sellers y el discurso preparado para vender los libros que en otro momento del año no podrían salir de las estanterías con facilidad. Entre tantos eventos de gestión, escritura y recitales, la gente que pasaba por ahí durante los primeros días encontraba con sorpresa un espacio abierto en el que revisar los vastos catálogos de las librerías y editoriales empresariales o de las independientes, sin olvidarse de las universitarias.
Con frecuencia se habla de las cifras expuestas en 2022 en torno a los reducidos hábitos de lectura de los ecuatorianos[1]. Un libro y medio, aproximadamente, es la cifra que tratan de combatir las ferias internacionales, los clubs de lectura y las mediaciones literarias. Sin embargo, desde el miércoles 10 de abril, primer día del evento, ya se corría la voz y la asistencia, que ya de por sí era sorpresiva, aumentaba masivamente hasta ocupar por completo las sillas del auditorio principal, ubicado en la plaza central, en el corazón de la zona. Charlas de literatura infantil, crónica y periodismo, poesía nacional, historieta ecuatoriana, entre otros tópicos, atrapaban la atención de quienes en un inicio asistían por el mero hecho de pasar el rato. Muchos de ellos no conocían cuáles eran las actividades, incluso cuando en redes se difundía el itinerario por las páginas oficiales de la Dirección de Cultura de Cuenca y las de la FIL.
Cuando dije que era el momento perfecto para vender los libros atrapados en las estanterías, no pretendía con ello restar su valor. No salen no porque no lo valgan, sino porque, en un sector que registró 5,619 títulos tan solo el año pasado[2], resulta complicado no saturarse con una oferta tan extensa como la que mantiene en la actualidad la industria literaria en Ecuador en comparación a años anteriores. Y es que, lo que muchas veces olvidan las multinacionales y las propuestas de difusión lectora arraigadas en la academia, un libro no puede hacer mucho si no hay alguien que lo lea. Todos los años, por el día del libro, autores y críticos literarios se encargan de recordarnos en listas enteras los diez libros esenciales que todo el mundo debería leer, y el target continúa sin apuntar a nadie más que al supuesto lector ideal, uno que cuenta con los recursos adquiridos a través de un capital cultural óptimo. Quienes no, por desgracia y estrategia de reducción, no entran en el juego. Sin embargo, aunque las cifras nos dirijan hacia un punto, nunca está de más mirar con atención desde los espacios en los cuales los lectores mantienen un encuentro con el libro y lo que este representa dentro de su cadena editorial.
Con ello en mente, realicé una registro privado para no olvidar ciertos encuentros en el stand de la librería para la que trabajé. Desde los abuelos encantadores que iban a buscar libros para regalar a sus nietos en sus primeros pasos lectores, jóvenes que preguntaban por libros recomendados a través de redes sociales hasta madres e hijas que buscaban un libro para compartir en una lectura conjunta, en un club de lectura doméstico que mezclara los intereses y gustos de ambas. Un adolescente, de entre catorce y quince años, se me acercó a preguntarme «¿Tiene usted libros para mí?»; en vista de mi desconcierto, creyendo que se trataba de alguien enviado por el staff, desarrolló su pregunta: «¿Tiene libros para un adolescente como yo?». Un chico, en un baño, le dijo a su amigo, apelando a una falsa erótica intelectual y sin mayor vergüenza: “Verás que yo vine para que ella se dé cuenta de que a mí sí me gusta esta nota, lo cultural y los libros. Ya para que se dé cuenta…”. Una mujer prestaba atención a las conferencias, sobre todo a las de ciencia ficción, porque su hija prepara una tesis de maestría sobre el tema y pensaba que le sería útil. Reproducir la lista aquí, en un texto tan breve, sería imposible.
Pero para hablar de las bondades de la feria, también es necesario hablar de sus percances. Destacaría, por lo tanto, a la madre de la tesista, quien, a propósito de una conferencia sobre ciencia ficción, le pidió a uno de los autores unas recomendaciones (lecturas favoritas, soporte teórico, bibliografía útil, lo que sea) para su hija. Al final, agradecida por la breve conversación, le pidió una foto de él solo con su libro. Una vez tomada, le comentó que la utilizaría para que su hija sepa que no se trataba de un señor, sino de un autor de su edad. Con ello, su intención no tenía nada que ver, por si acaso pudiera confundirse, con la gerontofobia. Más bien, apelaba a esa clásica figura de los autores venerados que, a causa de su experiencia en el área, establecen en el campo un orden despótico en el que no cabe ninguna palabras más allá de la suya.
Nuestra literatura está plagada de señores, lo cual no sería un peligro si, detrás de su fachada de sabios y eruditos, no se encontrara un elemento escondido —por lo menos en apariencia— que guarda consigo intenciones extrañas. Comportamientos indebidos que se padecen por temor a represalias o comentarios que se pasan falsamente inadvertidos, pese a la incomodidad general, porque en muchas ocasiones no hay nadie más arriba que pueda sentenciar las acciones, además del techo. Nada mejor que la literatura para reflejar ciertas cosas. El escritor mexicano de literatura fantástica Alberto Chimal, quien no acudió a la FIL Cuenca por motivos políticos —en específico, por el fracaso de las relaciones diplomáticas entre Ecuador y México—, retrató a un personaje de la categoría. Quién hubiera sido mejor invitado que el autor de Los Leones del Norte, un relato en el que su protagonista, llamado Maestro García, tras cometer un acto reprochable, dice lo siguiente:
Soy un escritor reconocido y estoy creando —ya he creado— una obra importante. Sin faltas modestias. Sin mentiras. Mis novelas y ensayos dan sentido a porciones importantes de la actualidad, al menos, de mi país y mi región del mundo, como lo demuestran los estudios académicos que se han hecho sobre ellos, los premios que he recibido, el afecto de mis lectores, etcétera[3].
Qué presuntuosidad, pensará con naturalidad el lector desde las primeras palabras. De haber acudido a la feria, Chimal habría encontrado en Ecuador, así como ocurriría en cualquier país y en cualquier continente con retratos similares, a uno o dos semejantes de su Maestro García. Así mismo, con sorpresa, cualquiera podría encontrarse con grupos de fanáticos que, engatusados por el aura de la obra, creerán que cualquier acusación en contra de sus ídolos es exagerada, falsa o malintencionada porque, ¿cómo podría alguien escribir una cosa y actuar en otras? Pues no.
Es necesario, como lectores, mantener la vista atenta ante los Maestros García. Algún día regresarán a ver sus libros (tu legado inmaterial, dicen algunos sin tener en cuenta su precio en dólares) y se darán cuenta de que probablemente se tomaron la literatura tan en serio que olvidaron que detrás de todo, de la empuñadora de ficción que agarraban ebrios para enfrentar a sus coetáneos en recitales o mesas redondas, había también una realidad en la que eran imprudentes. La diferencia entre el literato y la estrella del rock del siglo XX se encuentra en los pequeños detalles: mientras el literato debe ser prudente con su discurso literario y sus actos fuera del juego, la estrella del rock debe continuar el show y quedarse atrapado en los años sesenta, con sus excesos y sus agravantes. No se puede jugar a los contestarios si, dicho sea de paso, debajo de uno se mantiene una jerarquía entera que acepta y vanagloria las acciones reprochables sin cuestionar los límites inequívocos entre lo ético y la pedantería a secas.
Así mismo, desde la perspectiva de la gestión cultural, resulta pertinente preguntarnos de qué manera se pueden establecer normas de convivencia que no den cabida al hostigamiento, el perjurio y el acoso, en cualquiera de sus formas. Frente a la inexistencia de recursos que solventen esa carencia, la exposición (también llamada cancelación o funa) ha sido vista por victimas como la vía óptima en estas situaciones. La legitimización de las enunciaciones en redes sociales, su análisis y su escucha permiten que se pongan en evidencia tales comportamientos. Se deben gestionar eventos culturales como espacios seguros, tanto para visitantes como autores invitados, y eso requiere poner sobre la mesa diversos criterios que aún no se han tenido en cuenta. Basta con pensar en el máximo atractivo de la FIL Guayaquil en sus últimas dos ediciones, el conferencista de extrema derecha Agustín Laje, quien evidentemente repite su asistencia por convocar público pese a sus conocidos discursos de odio.
Al volver a la FIL Cuenca, a lo bueno, podemos recordar que la esperanza, por más cursi que suene, no debe ser depositada en los escritores. En un país en el que abundan los poetas torturados y los señores prestigiosos, resulta indispensable recordarle al lector que el texto continúa vigente antes y después de los eventos literarios, fuera de las instituciones educativas y, sobre todo, dentro de los hogares.
Me fui contento de la feria. No por la cantidad de ventas, que también es meritorio[4], sino por reafirmar que el entusiasmo por el libro y sus derivados sigue vivo en el público en general. Me fui contento también por recordar que la literatura también se prepara en conjunto, tanto en la lectura como en la escritura; y que, frente a la imposición de un modelo rígido, con unos títulos y autores inamovibles, una alternativa a la que podemos regresar siempre es el boca a boca, a la recomendación fuera de los medios. Todo comienza, casi siempre, en los mejores casos, con la curiosidad. Es vital hacerla práctica.
La concurrencia y la recepción de la FIL Cuenca y de otras es una viva muestra de que los intentos de los gestores y organizadores a nivel nacional cimentan un camino del que, esperemos, surgirán resultados paulatinamente. La Encuesta de Hábitos Lectores, por otro lado, nos habla de una realidad que debe tomarse como detonante a la hora de realizar eventos culturales. Sus cifras no solo nos permiten revisar las carencias y fortalezas —con respecto a zonas rurales y urbanas, grupos etarios y demás—, sino que son útiles para implementar una contrarréplica. Por eso es necesario que se mantenga presente, como un fantasma errante que recorre bibliotecas y librerías hasta que, por fin, encuentre la luz en forma de cifras nuevas, positivas, optimistas.
[1] Encuesta de Hábitos Lectores, Prácticas y Consumos Culturales (EHLPRACC), 2022.
[2] Agencia ISBN Ecuador – Cámara Ecuatoriana del Libro, 2024.
[3] Alberto Chimal, Manos de lumbre, (Madrid: Editorial Páginas de Espuma, 2023), 14.
[4] Si hablamos de librerías que pertenecen a grandes corporativas, venden en las ferias, digamos, tanto como se podría en más de la mitad de un año. En todas las ediciones de la FIL Guayaquil, las áreas correspondientes a Librería Española y Mr. Books se saturan de clientes y, al menos en la primera, resulta casi imposible movilizarse entre lotes de libros y personas. Por otro lado, en cuanto a librerías independientes, fluctúan las ventas.