Por Luis Fernando Fonseca.
La sensibilidad arqueológica de la zona norcentral de Pichincha es visible en vasijas milenarias que suelen hallarse completas. La construcción de un parqueadero turístico podría destruir centenares de tumbas. Los niños son quienes mejor comprenden el valor cultural de los hallazgos, pero el Estado es el agente que arrasa con mayor frecuencia lo que aún se preserva bajo tierra.
El lema de San Miguel de Perucho es “Relicario de historia y leyenda”
Solía serlo antes de la pandemia. Y aún lo es, aunque el relicario cambie. A la antigua ‘región peruchana’ le pasa igual: conserva su pasado latente. ¿Cuál es la leyenda? El arqueólogo Sthefano Serrano la recuerda claramente. En el mirador del barrio Las Bromelias, al inicio del sendero que baja de la calle García Moreno, está ubicado el laboratorio en que su equipo analiza vestigios, vasijas, restos de tumbas o viviendas.
En la antigua Hacienda Charla, una zona ahora fragmentada por lotizaciones, hicieron excavaciones en 22 tumbas. Hallaron restos de una vivienda de hace tres mil años, de la cultura Cotocollao y otra, Caranqui, que tiene un milenio. Tras hacer los informes sobre esos bienes patrimoniales, estos irán a la reserva del Instituto Nacional de Patrimonio Cultural (INPC)
La familia de Serrano es de la zona, pero sus trabajos aquí empezaron en 2016, en excavaciones de las parroquias Perucho y Atahualpa, en Quijuarpamba. Las evidencias arqueológicas que encontraron –junto a la arqueóloga Gabriela López– datan del Período Precerámico (9.000 a.n.e.) hasta el Período de Integración (año 500). En 2019 se abrió el Museo de Perucho, que Serrano dirigió hasta 2023 y es el repositorio de algunas piezas. Allí replicaron lo que fue otra vivienda Caranqui, de hace 600 años.
El logo del Museo es una vasija trípode (3.500 a 2.500 a.n.e.) de San Luis de Ambuela que hallaron completa, como las vasijas que están etiquetadas sobre las mesas del laboratorio o en contenedores que llevan los nombres de las zonas en que se hallaron: Llano Chico, Charla, Quijuarpamba; junto a las descripciones del contenido: cerámica, carbón, esqueletos.
Toda la parroquia es sensible en cuanto a su arqueología, comenta Serrano muy cerca de donde ha parqueado una camioneta blanca. Los constructores de caminos, su maquinaria pesada, suelen encontrarse con otros restos. En el laboratorio, en cambio, hacen registros en dibujo, fotografía o consolidación con pegamento de lo que han podido rescatar. En un par de tumbas encontraron collares, brazaletes, pendientes de concha spondylus, colgantes de concha nácar, flautas de hueso de camélido o cuarzos asociados a la cultura Cotocollao, de hace tres mil años.
Sesenta dientes humanos con sus raíces perforadas, como para otro collar, fueron hallados junto al ajuar funerario de un niño de tres meses al que habían enterrado en la mitad de una vivienda. Cada dato –a veces extraído con pruebas de carbono 14 o ceniza volcánica– habla de las ideas de los pueblos antiguos. De sus costumbres que prevalecen mientras no se arrasen en lotizaciones, estaciones o parqueaderos.
Néctar dulce el de la memoria
—El Estado y las instancias del gobierno local suelen ser las que más destruyen el patrimonio —dice Sthefano Serrano, que trabajó en el programa “Arqueología para niños” Excavaron en busca de réplicas de los restos encontrados. Aprendieron a valorar el trabajo de los profesionales. Son esos infantes quienes están más conscientes de que la asimilación del pasado Caranqui de Perucho fue posible gracias a la recopilación de saberes e información arqueológica. Y a futuro quizá conserven mejor que sus padres los sitios de la memoria.
Al encomendero Pedro de Puélles, que llegó a la zona en 1540, le decían “Pedroche” o “Perucho”. Dos años después fundó el primer pueblo con ese nombre. Ahí se origina. En el año 1700, la Orden Jesuita refunda la actual parroquia para controlar las Encomiendas y su explotación de las puntas. Pero en 1767 los jesuitas fueron expulsados del territorio peruchano y otras partes del país. Terratenientes y hacendados tomaron su lugar y cultivaron, entre otros productos, la caña de azúcar con la que elaboraban panela y aguardiente, que fue prohibida.
La historia de la ‘Ruta del Melero’ (el que elabora panela), escondida o del contrabando es la que cierra ese pasado a partir de la llegada de los españoles. Arrieros sobre mulas y caballos contrabandearon el licor a través de la ruta que desde hace 18 años es un atractivo turístico que atraviesa las parroquias aledañas (Puéllaro, San José de Minas, Atahualpa y Chavezpamba)
Hasta 1915, al lado de la Iglesia de Perucho, había un gran cementerio. Después de la pandemia de la COVID-19, vino la construcción de una subestación de Bomberos, con su helipuerto y garajes, para la cual se hizo un estudio arqueológico en el que hallaron fosas comunes a las que fueron a dar los muertos del terremoto de Ibarra de 1868. Entre otras tumbas del siglo XVIII están las de la población negra que los Jesuitas trajeron para la producción de caña de azúcar con la que hacían el aguardiente.
Ahora se quiere construir un parqueadero para turistas, que requiere también estudios de conservación con el fin de que no se destruya el relicario cuyos excavaciones se hacen usando bailejos, brochas, planimetrías dibujadas a mano que toman tiempo, explica el arqueólogo.
Las montañas alrededor de Perucho también recuerdan la ‘Ruta del Cacique Muenango’. Los arrieros atravesaban el antiguo camino a Quito, por Culebrillas, a través de uno de los puentes del río Guayllabamba, en dirección a Calacalí para transportar a lomo de caballo o mula el contrabando que enfrentaba a los jinetes contra los Guardas de Estancos.
A veces, a muerte.
—Mi abuela era productora de aguardiente en la Hacienda Charla —relata Sthefano Serrano—, ella contaba cómo le daban de tomar al guarda para que se quede desplomado y permita el paso del trago que se produjo en la zona hasta 1960, cuando se liberalizó la producción de caña de azúcar.
La leyenda la protagoniza uno de los contrabandistas que hizo una apuesta con uno de los guardas de estancos. Ambos se preciaban de ser los mejores en su labor: Si el comerciante lograba hacer pasar una vez cientos de litros de alcohol sin que el vigilante se diera cuenta, a este último no le quedaría más que dejarle el paso libre de por vida.
Una procesión fúnebre con sus plañideras y cánticos fue la treta para evadir los controles. El contrabando estaba dentro de los ataúdes, sobre los hombros de supuestos deudos.
Luis Alfredo Pavón, un ingeniero agrónomo de Urcuquí, llegó a El Chico a hacer sus injertos de cítrico y así se inició el otro boom de Perucho, la mandarina, hace medio siglo. Se había terminado una etapa que atravesó la Colonia y vio la llegada de la República, mientras el producto más codiciado de la caña era sustituido por un fruto con pepas y cáscara tan suave que puede comerse. Ahora crece como hierba mala, en todas las casas de Perucho.
En la Plaza del pueblo, José Almeida muestra el vino y los cocteles de mandarina que produce con el nombre ‘Los tres Manueles’. Del cítrico también se hacen helados, chocolates y hasta pan.
Hay un presente, pero la riqueza es cosa del pasado y late en la memoria.